jueves, 24 de marzo de 2011

Lin Haire-Sargeant, Heathcliff - Regreso a Cumbres Borrascosas

Ediciones B - 1ª edición - septiembre 1993

Resumen de portada
Una de las historias de amor más intensas y apasionantes de la novela romántica dejaba a la imaginación del lector un largo tiempo de la vida de uno de sus protagonistas. La pluma de Lin Haire-Sargeant, de una calidad que sabe ponerse a la altura de la novelista de la primera parte, da vida a ese período de la existencia de Heathcliff con tonos igualmente sombríos y tiernos a la vez, con una exacta evocación de un paisaje tumultuoso y del modo en que los actores del drama interactúan con él hasta el punto de confundirse. Heathcliff es la historia de un bastardo en busca de una paternidad (real o ideal) que le haga posible el acceso al objeto de sus amores; es también una historia de venganza y reconciliación, de celos y felicidades. Es una recreación del mundo de la gran novelista británica Emily Brontë y, a su vez, la presentación de otro, original a la vez que devoto de su modelo.

Algunos apuntes que me parecieron interesantes:

Pág. 83: señor Are y Heathcliff, ¿dos iguales?

-Queda acordado. Tú y yo somos iguales, Heathcliff. Ambos estamos solos por naturaleza; nuestro pecho es la tumba de recuerdos, heridas y solemnes promesas, muertos largo tiempo atrás y secretos para el mundo, y sin embargo, amoldamos cada sentimiento a ellos, alimentamos cada acción a ellos. ¿No te ocurre a ti?
-Sí.
-También a mí. Los iguales se reconocen. Mi intuición me dijo que eras el compañero de esclavitud de un tirano interior. ...


Pág. 234: cómo Heathcliff castró a su rival Linton

No sufrió, Cathy; entonces no, de ningún modo. En su favor debo decir que se recobró lo suficiente para acatarme con una serie de penosos golpes fallidos, pero le puse fin con un directo al mentón, que, como yo pretendía, lo dejó inconsciente durante un tiempo. Para asegurarme oprimí contra las ventanas de su nariz la especie de spongia somnorifera que utilizábamos para calmar a los caballos. Gimió suavemente, pero sus azules ojos semiabiertos no tenían expresión.
Trabajé con rapidez. Le até fuertemente muñecas y tobillos a los ganchos de la pared con los arneses, para colocarlo en una buena posición para trabajar y por si se despertaba antes de tiempo. Luego, desnudándolo, utilicé las herramientas de castración para realizar una diestra operación que había llevado a cabo numerosas veces con Daniel, pero nunca en circunstancias que requirieran tal precisión al ejecutarse, tal cuidado en la incisión y tal meticuloso reinjerto de tubo capilar, músculo y piel.
En unos minutos estaba hecho. Hubo muy poca sangre. La incisión, que froté con un ungüento curativo, era tan limpia como la más delicada obra que cirujano alguno pudiera realizar y las suturas igualmente pequeñas y regulares. Lo vendé, le abroché los calzones, desligué sus ataduras y le puse las sales bajo la nariz.

Pág. 236/237/238/239: el plan de Heathcliff para alejar a Edgar Linton de Cathy Earnshaw

Regulé la mecha de la linterna y me senté frente a él.
-¿Sabes lo que te he hecho mientras permanecías inconsciente?
Negó con la cabeza.
-Sé valiente, entonces, y te lo mostraré. -Sostuve ante él una bandeja sobre la que yacía la evidencia sangrienta, pero aún reconocible.
Tras un segundo de incomprensión gritó y me golpeó la mano. Bandeja y contenido rodaron sobre la paja. Se dobló sobre sí mismo y sollozó.
-Deja de gimotear y escucha -le ordené-. Sólo has visto uno, ¿no? Sólo te he quitado uno. Te he dejado la mitad de tu hombría.
Le obligué a tomar unas cuantas gotas más del líquido. Por fin cesaron sus lloriqueos. Me miró fijamente.
-Bien -dije-, ¿sientes dolor?
Volvió a negar con la cabeza.
-Ni lo sentirás, al menos en las próximas horas, y tampoco será mucho después. He hecho un trabajo de primera clase contigo. Apenas sufrirás; una pequeña cojera de ese lado durante unas pocas semanas, pero nada más.
Edgar empezó a comprender su propia cólera.
-¿Cómo has podido...? ¡Incalificable! ¡Te colgarán! ¡Te ahorcarán! ¡Este acto te ha destruido! ¡Esta noche la pasarás en prisión!
-No lo creo.
-¿No lo crees? ¿Crees que algún juez de Inglaterra te perdonará la vida después de esto?
-No -repliqué-. Pero no llegará a saberlo ningún juez.
La indignación hábía dejado a Linton sin habla, de modo que continué:
-Te has herido en una caída, de la que hay testigos. Como también los hay de mi osado rescate. Más tarde, al menos media docena de personas notaron que tenías sangre en los pantalones. Luego el señor Are , el principal caballero del condado, me encargó que te trajera aquí y examinara tus heridas. Si das a conocer la naturaleza de esta operación, diré que la realicé como medida de emergencia; que esa parte había sido aplastada, que sufría una hemorragia y que debía ser extirpada inmediatamente. No había tiempo para ir en busca del cirujano y el mismo señor Are atestiguará mi total capacidad para la tarea.
-No te saldrás con la tuya. -Linton temblaba ahora-. Será mi palabra contra la tuya, y aunque la mía no prevaleciera de inmediato, créeme, persistiría en acusarte. Eventualmente mi posición y mi carácter superiores lo confirmarían. Las autoridades sabrán la verdad.
-Es posible que estés en lo cierto -concedí-, aunque me parece improbable. Pues nunca sabremos cuál de las dos teorías es más acertada, puesto que tú no pronunciarás nunca una sola sílaba de nuestra historia.
-¿Por qué no? -preguntó Linton, sosteniéndose la cabeza entre las manos. ¿Qué fantasía vas a idear ahora?
-Porque está la cuestión del otro testículo.
A Linton se le salieron los ojos de las órbitas por el horror y el desconcierto.
-He dejado uno in situ por una razón. El momento en que descubra que has estado contando cuentos, será el momento en que inicie mis planes para completar el trabajo que he comenzado esta noche.
Linton se encogió un poco para alejarse de mí.
-Oh, sí -le aseguré-. Cuanto más luches contra el nudo corredizo, más te apretará alrededor del cuello, pues cuanto más éxito consigas en convencer a los demás de mi criminalidad, menos tendré que perder por confirmarla.
Permaneció silencioso. Continué:
-Reflexiona sobre tu situación. Tal como están ahora las cosas aún eres capaz de ser padre de familia, de perpetuar tu apellido. Puedes encontrar alguna apetitosa chica, la señorita Ingram quizás, y acostarte con ella y casarte con ella, aunque ni siquiera con todo tu poder has tenido el jugo suficiente para ese tipo de empresa. Pero si me acusas, la línea de sucesión de los Linton hallará su fin. Punto final. Mutis de Edgar, mutis de todos.
Seguía sentado en silencio, mirando fijamente al suelo.
-Ahora sí he captado tu atención ¿verdad? Bien, pues llegamos al quid de la cuestión. -Esperé a que levantara la vista para proseguir-. Como te había dicho anteriormente, dejarás de cortejar a Catherine Earnshaw.
Hice una pausa para comprobar el efecto de mis palabras. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Linton.
-Ah, veo que comprendes de qué se trata, ¿no es cierto? Sí, tienes razón, la alternativa es bastante desagradable. O bien abandonas la compañía, favor, conversación, caricias, etcétera de Cathy (e incluso para tus endebles pasiones debe suponer un fuerte golpe), o, de persistir, convertirte en un castrado total al llegar la noche de bodas.
"No, no vuelvas el rostro, encárate con tu destino, escúchalo. Si te casas con Catherine Earnshaw esto es lo que haré. Te acorralaré y te convertiré en eunuco con sumo placer, nada podrías hacer para impedirlo; no hay lugar donde esconderse de mí, tú lo sabes en el fondo de tu corazón. Repetiría la operación de esta noche, sólo que en esa ocasión no te negaría la oportunidad de experimentar hasta el más exquisito punto sus diversas sensaciones.
Luego me dedicaría sistemáticamente a desmantelar tu casa, tu fortuna y tu familia. Sobornaría o destruiría a todos aquellos a los que amases, con una excepción, y me reiría en tu cara al final. ¿Está claro?
Me miró durante largo rato, luego asintió lentamente.
-Pero no es necesario que nada de todo eso llegue a ocurrir. Si mantienes la boca cerrada y permaneces alejado de Cathy no volveré a molestarte; de lo contrario, bailaré en tu boda (con nadie más que ella), brindaré sentidamente por la novia y dejaré un bonito regalo por añadidura.
Avanzamos y retrocedimos sobre ese terreno unas cuantas veces más, pero el resultado fue que finalmente aceptó. Por profundos que fueran su resentimiento y su odio, Edgar Linton aceptó mis condiciones.
Los acontecimientos se movieron entonces realmente de prisa, aunque medidos por la experiencia parecieron arrastrarse con enloquecedora lentitud. Temía oír el estrépito de los carruajes en el camino hacia la casa en cualquier momento. Me deshice de la evidencia de mis actos, mientras Linton se sumía en un estupor pasivo en el rincón. Después, despertándole para que pudiera copiar cierto documento, cerré la puerta del almacén mientras iba a la casa en busca de su equipaje. Ahí estaba la parte más frágil de mi plan; corría el riesgo de encontrrarme con la señora Fairfax y sus preguntas, lo cual hubiera resultado embarazoso, pero por suerte la esquivé.

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