miércoles, 26 de enero de 2011

Juan José Millás, Lo que sé de los hombrecillos

Galardonado en 2008 con el Premio Nacional de Narrativa, Juan José Millás ha escrito la única novela capaz de hacerte ver el mundo desde perspectivas asombrosas, una fábula que difumina las fronteras entre delirio y realidad. Piénsalo por un segundo: ¿soportarías ver cumplidos todos tus deseos?



La rutina diaria de un profesor universitario se ve perturbada por la irrupción de perfectas réplicas humanas en miniatura que se mueven con soltura por el mundo de los hombres. Un día, uno de estos hombrecillos, creado a su imagen y semejanza, establecer una conexión especial con él y convierte en realidad sus deseos más inconfesables mientras pone a prueba su paciencia.,

En este libro, el catedrático narra el último de estos encuentros secretos, que resulta también el más intenso y peligroso, pues además de averiguar dónde viven, qué costumbres tienen y cómo se reproducen estos hombrecillos, interviene en su pequeño mundo mientras la vida sin inhibiciones convierte el suyo en una verdadera pesadilla.



Edición de Seix Barral Biblioteca Breve


Pág. 8: descripción de los hombrecillos

... delgados y ágiles cual lagartijas. Llevaban, sin excepción, trajes grises, camisa blanca, corbata oscura y sombrero de ala a juego, igual que los actores de cine de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Algunos cojeaban al correr, quizá les hubiera hecho daño si darme cuenta al sacarlos del bolsillo.

Pág. 10: descripción de los hombrecillos

-Me pareció un hombrecillo joven, como de treinta o treinta y cinco años, no más de cuarenta en todo caso. Le pregunté por qué no había visto nunca mujercillas de su tamaño, pero no logré oír su respuesta, aunque movió los labios, muy finos, como si fuera capaz de articular palabras. Quizá hablaba, pensé, por medio de ultrasonidos que mis oídos no podían captar. Detrás de aquellos labios se veían, por cierto, unos dientes blanquísimos. En cuanto a la lengua, me pareció que terminaba en una punta extremadamente aguda, como la de los pájaros.

-Sus movimientos, pese al desconcierto de que era víctima, resultaban muy elegantes, lo que atribuí a la longitud de sus piernas.

Pág. 13: presencia de los hombrecillos

Comprendí entonces que su presencia dependía también de mi estado de ánimo. De hecho, al evocar otras apariciones, advertí que solían manifestarse cuando sucedía algo raro por la mañana, en el momento de despertar...

Pág. 16: comportamiento de los hombrecillos

El primer hombrecillo apareció dentro de la taza que acababa de emplear mi mujer. Su delgadez le proporcionaba la agilidad de un reptil bípedo (si los hubiera, que creo que sí). Se estaba comiendo los restos del desayuno de mi esposa. Lo observé hasta que se dio cuenta de mi presencia, pero no hizo nada por huir. Parecía dar por sentado que entre él y yo había alguna clase de complicidad, algún tipo de acuerdo. Me llamó la atención que no se manchara el traje, pese a chapotear en los restos del café como un niño en el barro.

Pág. 26: sobre los sueños y la producción escriptural

Aquella información, leída antes de irme a la cama en una revista, había actuado sin duda como el resto diurno generador de la materia onírica. [En el fondo, era un modo más de indagar acerca de las relaciones entre biología y economía.] Si continuaba dándole vueltas al asunto, tarde o temprano encontraría un vínculo original entre una cosa y otra. Mi cabeza funcionaba así. Soñaba muchos de mis artículos antes de escribirlos.

Pág. 26: comunicación con los hombrecillos

Sentí unos golpecitos, como de pasos, en el pecho, pues me encontraba boca arriba, aunque no podía abrir los ojos para ver de qué se trataba. Finalmente, logré levantar un poco los párpados y distinguí a tres o cuatro hombrecillos a la altura de mis tetillas, muy atareados en algo que no conseguí averiguar. Quise hablarles para preguntarles qué hacían en mi pecho, pero aunque era capaz de formular la frase con el pensamiento no lograba articularla con la boca, pues ni la lengua ni la mandíbula me respondían. Entonces uno de los hombrecillos se dirigió a mí por telepatía.

Pág. 27: fabricación de un hombrecillo

-Estamos fabricándote un doble de nuestro tamaño -añadió-. Hemos tomado una pequeña porción de cada uno de tus órganos para completarlo.

-... Pasado un rato pregunté telepáticamente al hombrecillo si ese doble mío en cuya construcción se afanaban sería una especie de hijo.

Pág. 28: ¿hombrecillo = doble?

... Pero me dijo que no, que no se parecería en nada a un hijo, pese a estar hecho de mi carne y de mi sangre.

-Tampoco -añadió- será exactamente un doble, aunque antes lo he llamado así; será idéntico a ti porque será una extensión de ti; aunque separados, formaréis parte de la misma entidad. Los dos seréis uno, aunque resulte difícil de entender.

Pág. 31: una unidad extraña

Desperté al mediodía. Abrí los ojos, miré a mi alrededor y distinguí sobre la mesilla de noche a un hombrecillo idéntico a mí. Comprendí enseguida que era yo no sólo porque fuéramos iguales, sino porque, pese a estar separados, formábamos una unidad extraña, difícil de explicar. Yo veía por sus ojos, del mismo modo que él por los míos. Y si yo tragaba saliva, ésta llegaba tanto a su estómago como al mío, pues no eran dos estómagos diferentes, sino el mismo, aunque permanecieran separados. Su cerebro y el mío funcionaban de hecho como un cerebro único que procesaba sin dificultad lo que veían los dos pares de ojos de los que éramos propietarios. Volví a acordarme de aquellas naciones compuestas por territorios alejados entre sí, esta vez para explicarme la situación a mí mismo. Curiosamente, me respondí también con un mmm.

Pág. 32-33: hombre y hombrecillo en sintonía total

Y mientras yo me hacía cargo de todas estas novedades, mi doble diminuto permanecía sobre la mesilla de noche del dormitorio, explorando los alrededores de la lámpara de lectura y revisando los títulos de los libros que almacenaba allí. Yo, desde el cuarto de baño, veía lo que veía él sin dejar de ver lo que veía yo. Nuestros cerebros organizaban toda aquella información sin que se produjera interferencia alguna entre la mirada del hombrecillo y la mía, o entre sus pensamientos y los míos, porque todo era simultáneamente suyo y mío (también a él le llegaba, por supuesto, la información de lo que hacía yo en el cuarto de baño).

Pág. 33-34: el hombre se ve desde otras perspectivas

Puedo decir que vi el mundo (mi mundo) desde perspectivas asombrosas. Es más, me vi a mí mismo desde la lámpara del techo, sentado en el sofá del salón, leyendo el periódico. Me vi también en el cuarto de baño, afeitándome, desde la alcachofa de la ducha. Me contemplé acostado, con las sábanas subidas hasta las orejas, desde el adorno más alto del armario de tres cuerpos del dormitorio... Digo que me vi por una insuficiencia del lenguaje para describir la situación, pues la verdad es que yo era simultáneamente quien leía el periódico y quien recorría la lámpara, quien se afeitaba y exploraba los bordes de la alcachofa, quien intentaba conciliar el sueño y examinaba los altos del armario. La realidad, sin perder las dimensiones anteriores, había adquirido otras nuevas, enormemente estimulantes.


Pág. 34: hombre y hombrecilla van a la par en su vida diaria

Quiero decir que no tenía que vigilarlo todo el rato para evitar que se electrocutara o pereciera aplastado por las páginas de un libro al ser cerrado de repente, porque la víctima, en los dos casos, habría sido yo. De hecho, cada uno llevaba su vida (es un decir, vivíamos la misma vida simultáneamente aunque desde lugares distintos).
En cuanto a las funciones fisiológicas, si yo comía, él se alimentaba, y si comía él, me alimentaba yo. Si yo bebía, calmaba su sed, y si bebía él, calmaba (poco) la mía. También podíamos comer y beber al mismo tiempo, por supuesto. Aun detestando entrar en asuntos escatológicos, he de decir que al orinar yo, él también lo hacía sin necesidad de recurrir a recipiente alguno, pues su naturaleza absorbía misteriosamente la orina en el momento mismo de producirse. Lo mismo cabe decir del resto de las producciones corporales, cuestión en la que no abundaré porque me desagrada.

Pág. 43: el reino de los hombrecillos

Una noche, por ejemplo, me dormí en mi ramificación de hombrecillo, lo que no había sucedido nunca antes. Con la parte dormida soñé que mi versión de hombrecillo se colaba por una grieta de la pared y que llegaba, tras atravesar un túnel largo y sinuoso, débilmente iluminado, al reino de los hombrecillos, compuesto por callejuelas estrechas y empedradas, dispuestas en forma de red. Olía a gallinero.

Pág. 44: la reina del reino de los hombrecillos

Mi doble diminuto, idéntico en todo al resto de la población, se abrió paso entre la muchedumbre hasta llegar a los aledaños de una tarima sobre la que se erigía, verticalmente, un gran panal compuesto por celdas exagonales idénticas a las de los panales de las abejas. Todas las celdas permanecían vacías excepto la del centro, donde había una mujercilla -la única de aquel extraño reino- de una belleza atroz, de una hermosura violenta, de una perfección cruel y desconocida por completo en el mundo de los hombres "normales" (yo estaba dominado por tics antiguos que me hacían pensar que el tamaño normal de hombre era el grande).
Advertí enseguida que del mismo modo que el atuendo de los hombrecillos era de carne, aquellas prendas íntimas de la reina formaban también parte de su cuerpo.

Pág. 46: de sentimientos y de deseo

Jamás me había enfrentado a una aventura sexual ni amorosa como aquélla. Nunca en mi vida la excitación venérea y la sentimental habían alcanzado aquel grado de acuerdo. El hombrecillo y yo amábamos y deseábamos a la mujercilla en idénticas proporciones, también con el mismo dolor, pues las cantidades de sentimiento y de placer eran tales que nos hacían daño. Porque la amábamos la deseábamos y porque la deseábamos la amábamos. Ambas cosas nos hacían sufrir.

Pág. 47: una eyaculación amorosa

Yo eyaculé dos veces (una como hombre y otra como hombrecillo), las dos al mismo tiempo. El placer fue tan desusado, me agité de tal manera y grité tanto que desperté a mi mujer, con quien apenas había mantenido relaciones venéreas, pues el sexo -quizá porque nos casamos mayores- no había formado parte de nuestro proyecto conyugal.

-¿Qué haces? -dijo.

-Ya ves -respondí yo completamente empapado, pues la producción había sido abundante.

Los dos sentimos un poco de pudor (yo más que ella, claro), y fingimos que volvíamos a dormirnos como si no hubiera sucedido nada. Yo, de hecho, volví a dormirme en mi extensión de hombre, agotado por aquella eyaculación amorosa que no recordaba ni de mis tiempos más jóvenes. En mi extensión de hombrecillo, sin embargo, continué despierto.

Pág. 49: ¿habrá descubierto nuestro protagonista el secreto de la existencia?

Volví a soñar. Tras la cópula, el hombrecillo se retiró del cuerpo de la reina, que permaneció en reposo durante un tiempo indeterminado tras el cual se incorporó y comenzó a recorrer ágilmente todas y cada una de las celdas del panal depositando en ellas unos huevecillos que salían del interior de su cuerpo. ... En cualquier caso, el espectáculo me hacía temblar en sueños, dentro de la cama, pues tuve la impresión de que se me estaba revelando uno de los secretos de la existencia, un secreto de orden biológico...

Pág. 50: constitución física de la reina de los hombrecillos

Siempre en aquella ropa interior orgánica, cuya trama oscilaba entre lo vegetal y lo animal, la mujercilla iba de una celda a otra, se bajaba ligeramente las bragas (o bien se retiraba delicadamente con los dedos la zona que cubría su sexo), se agachaba y su vágina rosada (de un atractivo metafísico) se dilataba para dejar caer el huevo. Los huevos brillaban como si en su interior, en vez de un embrión, hubiera una luz encendida.
Jamás había asistido a un suceso tan hermoso ni tan turbador como el de aquel desove, pues se trataba al mismo tiempo de una acción meramente biológica y puramente metafórica.
Tal vez tendría que aceptar la evidencia de que mientras en mi versión de hombre grande dormía, en mi versión de hombre pequeño llevaba a cabo aquella aventura sentimental y biológica extraordinaria cuyos lances se filtraban en mi conciencia adoptando las formas de un material onírico.

Pág. 51: sobre cuestiones morales y éticas

Superada la sorpresa de que los hombrecillos fueran ovíparos y mamíferos al cincuenta por ciento (tal vez un poco menos si tenemos en cuenta que en la lencería de la mujercilla había también un no sé qué de vegetal), me pregunté -siempre dentro del sueño y desde mi perspectiva de hombre grande- si entre aquella colonia de hombrecillos habría alguno más -aparte del mío- que hubiera sido alumbrado por medios artificiales. Dado que no había diferencia apreciable entre unos y otros -al menos fuimos incapaces de advertirla- imaginé que quizá la colonia estaba infestada de hombrecillos procedentes, como mi réplica, de la suma de las distintas partes de otros hombres grandes. ¿Con qué objeto? Tal vez con el de evitar las consecuencias degenerativas de la endogamia. Tal vez también por una suerte de rechazo moral al incesto, pues si los hombrecillos que salían de los huevos copularan con la mujercilla, lo estarían haciendo en realidad con su propia madre. La existencia de hombrecillos provenientes de otro origen, como el mío, aportaba a la colonia material genético fresco, extranjero, diferente, lo que evitaba la decadencia de la especie. Pero también introducía un código moral o una normal cultural que ponía alguna distancia entre los hijos y la madre. Podríamos decir que muchos de aquellos hombrecillos (los pertenecientes al menos a la camada última) eran transgénicos, pues estaban modificados genéticamente por la inyección de un ADN que en última instancia provenía de mí. Resultaba irónico que no hubiera tenido hijos en la dimensión que me era propia (¿de verdad me era propia?) y los tuviera a centenares en esta otra a la que acababa de acceder.

Pág. 55: se despierta la adicción

Los dos comprendimos oscuramente que nuestra vida carecería en adelante de otro objeto que no fuera el de volver a probar aquel elixir, aquella leche, aquella droga que habían mamado los recién nacidos de la colonia de hombrecillos ...

Pág. 57: desdoblamiento físico y mental

Era muy dado, de toda la vida, a hablar conmigo mismo. Cuando iba solo por la calle tenía que llevar cuidado con no mover los labios ni gesticular, pues me abstraía de tal modo que olvidaba cuanto me rodeaba. Desde la aparición del hombrecillo, aquellas conversaciones no cesaban. El desdoblamiento físico potenciaba el desdoblamiento mental.

Pág. 58: cuando se cuestiona la solidez de la unidad y aparece alguna fisura

Percibí que no era igual hablar con uno mismo cuando se estaba formado por un solo territorio que cuando se estaba formado por dos. No recuerdo qué le respondí, pero sí que había en mi modo de dirigirme a él un tono de superioridad, como cuando se habla desde la metrópoli a quienes viven en la colonia. El pensamiento no pasó inadvertido a esa provincia de mí formada por el hombrecillo. La unidad de la que nos habían hablado los responsables del desdoblamiento no era, en fin, tan sólida, tan perfecta, como habíamos creído al principio. Había una pequeña fisura en la que evitábamos profundizar, pero que resultaba imposible ignorar.

Pág. 59: matar al igual?

En algún momento me pregunté si la solución a aquel conflicto, que apenas comenzaba a manifestarse, no pasaría por tragarme al hombrecillo, incorporándolo de este modo a mi propio cuerpo, a mi torrente sanguíneo. Me retuvo el rechazo cultural al canibalismo y la percepción de que el hombrecillo no era partidario de esa solución, pues le estaba cogiendo gusto a ser un territorio, si no del todo independiente, separado.

Pág. 75: deseos de matar

Una vez vestido, y como el hombrecillo continuara desmayado o dormido detrás del televisor, lo tomé entre mis manos y pensé que en ese momento podría acabar con él. ¿Cómo? Aplastándolo, pisándolo como a una cucaracha, arrojándolo al retrete... Pero no sabía en qué medida, al morir él, moriría yo también. Ya he dicho que a veces éramos uno y a veces dos. A veces estábamos conectados y a veces desconectados, como cuando tienes, a través del móvil, una de esas conversaciones discontinuas provocadas por una cobertura deficiente.

Pág. 85: próxima cópula a la vista

Lo que ocurrió fue que al cerrar los ojos para sentirme más dueño de aquellas acometidas de placer, vi al hombrecillo (la cobertura y la unidad entre él y yo eran en aquel instante perfectas) introducirse en una grieta del parqué que al parecer conducía a otro mundo (quizá todos los agujeros, incluidos los corporales, conducen a otros mundos). Al principio se trataba de un conducto húmedo y de paredes de aspecto membranoso que desembocaba sin embargo, a través de una rendija, en una especie de plaza pública muy animada y luminosa, llena de hombrecillos. En esta ocasión, y sabiendo que no se trataba de un sueño, me fijé bien en todo y vi que en una de las esquinas de la plaza, conviviendo con edificios semejantes a los de los cascos antiguos de las ciudades europeas, había una suerte de panal en cuyo centro se hallaba de nuevo la mujercilla reina en actitud receptiva para la cópula.

Pág. 86: descripción de las partes íntimas de la reina

Como en la ocasión anterior, sólo llevaba encima aquella ropa interior sutil cuyo tejido, que era somático, se relacionaba con su sexo y con sus pechos de un modo inexplicable, pues aunque formaba parte de ellos, su elasticidad le permitía desplazarse para dejar al descubierto la vulva o los pezones.

Pág. 87: cópula, entre real e imaginaria

Sobra decir que copulamos con desesperación y tranquilidad al mismo tiempo, en un acto que tenía todas las características de los sucesos reales y de los acontecimientos imaginarios, pues ambos territorios se habían fundido una vez más de un modo inexplicable.

Pág. 88: cópula de pájaros

Alcanzamos el éxtasis a la vez, sin frontera alguna entre su orgasmo y el mío, y con los ojos abiertos, mirándonos el uno al otro en actitud implorante, como si nos pidiéramos perdón. El resto de la población de hombrecillos disfrutó tanto como yo de aquella cópula pequeña, una cópula como de casa de muñecas, en la que, en vez de gemir, piábamos como pájaros.

Pág. 89: la puesta de los huevos

La mujercilla, entre tanto, se ajustó la ropa interior y se recostó, aguardando la bajada del primer huevecillo. Deduje, por el poco tiempo transcurrido entre la cópula y la puesta, que los huevecillos estaban ya en su interior, a la espera únicamente de ser fecundados. Quizás su aparato genital disponía, como el de algunos insectos, de una espermateca que los fertilizaba en el instanto mismo de salir.

Pág. 97: el sexo y las palabras, fantasía psicodélica, al estilo Millás

En la fantasía, mi mujer y yo nos encontrábamos solos sobre la alfombra del salón. Los dos estábamos desnudos y los dos permanecíamos a cuatro patas, olisqueándonos nuestras partes, como perros. Dada su delgadez y su postura, las líneas de su cuerpo evocaban las de una letra de cualquier alfabeto. Sus nalgas, a diferencia de las de la mujercilla, no se abrían en dos formaciones carnosas al terminar los muslos, sino que eran una mera continuación de ellos. Pese a todo, resultaban muy deseables también, pues parecían unas guardianas débiles e inexpertas de las entradas del culo y la vagina. En esto, mi mujer me pedía que le introdujera letras por el culo. Yo aplicaba mi boca a él y recitaba lentamente el alfabeto: a, be, ce, de, e, efe... Y aunque no se puede hablar en mayúsculas o en minúsculas, lo cierto es que las que salían de mi boca eran minúsculas porque las letras, como los hombres, tenían también dos versiones de sí mismas (¿por qué no los números, me pregunté?). Las letras minúsculas se perdían pues en el interior de su cuerpo como muciérlagos en las profundidades de una cueva y al poco comenzaban a salir por su boca formando palabras (tabaco, vino, jugo, sexo, etc.) que yo lamía de sus labios como el que lame la miel de un panal.

Pág. 115: identificación con el mundo de los insectos

En todo caso, la identificación que venía sintiendo con el mundo de los insectos desde la pelea a muerte con el otro hombrecillo provocaba curiosas sensaciones físicas en mi cuerpo de hombre grande. Así, al revolverme entre las sábanas en busca de una postura física que calmara mi inquietud, pensaba en mis brazos como "apéndices", tal como los libros de ciencias naturales se refieren a determinadas extremidades propias del mundo animal. No era todo: de vez en cuando, y por culpa sin duda del alcohol y la nicotina, me llegaba desde el vientre hasta la boca un jugo ácido que por alguna razón imaginaba que era propio del aparato digestivo de algunos escarabajos.

Pág. 128: enganche a los hombrecillos

Comprendí que no, que la vida sin él (sin los hombrecillos en general) sería como una tienda sin trastienda, como una casa sin sótano, como una palabra sin significado, como una caja de mago sin doble fondo. ¿En qué quedaría yo? En un profesor emérito más, en un articulista mediocre de temas económicos, en un esposo vulgar: una especie de animal domesticado, en suma, una suerte de bulto sin otra lectura que la literal, un pobre hombre...
Acepté pues que no podría renunciar a los hombrecillos con los sentimientos simultáneos de derrota y dicha con los que algunos toxicómanos aceptan que no podrán vivir sin sus narcóticos.

Pág. 131: funciones diferenciadas y funciones compartidas

Siempre éramos dos, claramente diferenciados, pues ni yo tenía acceso a sus pensamientos -a menos que fueran voluntariamente dirigidos a mí- ni él, me gustaba suponer, a los míos. La unidad se mantenía sin embargo en lo que se refería a las funciones orgánicas, pues a ambos nos afectaban la alimentación y los procesos digestivos o respiratorios del otro.

Pág. 143: telepatía emocional

No era necesario que dijera nada al hombrecillo, ya que al ver él a través de mis ojos cuanto sucedía fuera del bolsillo, comprendía también mis lucubraciones mentales. El silencio telepático entre nosotros constituía un añadido de tensión, una pieza más en aquel puzle cuyos materiales, todos, estaban recorridos por una emoción agotadora.

Pág. 184: posible origen de los hombrecillos

Resulta que curioseando aquí y allá, descubrí hace poco la existencia de una tradición literaria de la que no tenía noticia (soy mal lector de ficción), basada en estos seres pequeños. Existe incluso un documento según el cual se pueden fabricar hombrecillos efectuando un pequeño agujero en la cáscara de un huevo de gallina e introduciendo en él una pequeña cantidad de esperma humano. Si el huevo se sella y se le proporcionan las condiciones ambientales precisas, a los treinta días surge de él un hombrecillo perfectamente conformado que se alimenta de semillas y lombrices. Me llamó la atención, al leer este documento, la coincidencia con el origen de mis hombrecillos, qiue eran en parte ovíparos.

1 comentario:

  1. Millás, súblime, como siempre. ¡Cuántas sonrisas... y risas me arrancó otra vez! No sé dónde va a buscar todas sus historias...:-), pero lo cierto es que me encantan.

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