(Novela leída entre el 5 y el 10 de diciembre de 2011)
Pág. 55: Cosas confusas en la memoria, episodios borrados de la conciencia
Paula Zubiaur es el seudónimo tras el cual una mujer maltratada oculta su verdadera identidad para dar testimonio de su terrible experiencia. Durante años sufrió agresiones físicas y psicológicas por parte de su cónyuge, un hombre culto con el que parecía, a ojos de una sociedad cómplice e hipócrita, formar un matrimonio perfecto; hasta que logró, apoyándose en el amor de sus hijos, encontrar la fuerza necesaria para empezar una nueva vida.
Nacida en algún lugar del norte de España en el seno de una familia acomoda, en 1966 Paula Zubiaur –nombre que ha adoptado a fin de preservar el anonimato para así no comprometer a su familia y proteger a sus seres queridos- viajó a Madrid para iniciar sus estudios de Filosofía y Letras. Allí conoció al que sería su marido y padre de sus hijos, el mismo hombre que la denigró como ser humano y que casi acabó con su vida. Tras años de sufrir en silencio todo tipo de torturas físicas y psicológicas. En el año 2003 publica Gritos silenciosos, un conmovedor testimonio de los interminables años como víctima de malos tratos. Escrito con pulso firme y sin rencor por una mujer que ha podido sobrevivir a una existencia de sufrimiento y dolor, Gritos silenciosos también podría ser el testimonio de cualquiera de las miles de mujeres que han sufrido y sufren aún el tormento y el infierno de la violencia de género.
Paula Zubiaur era una joven a quien la vida le sonreía. Crecida en el seno de una familia de buena posición, a los dieciocho años se trasladó a Madrid para iniciar sus estudios universitarios. Junto a sus compañeras del colegio mayor empezó a saborear las mieles de la libertad y a divertirse en las fiestas estudiantiles. En aquel ambiente social conocerá a un hombre algo mayor que ella, culto, licenciado en dos carreras y con éxito en los negocios, que empezará a cortejarla. Las maneras de aquel hombre, los restaurantes caros, sus regalos y el tesón que emplea para conquistarla terminan por vencer las reticencias iniciales de Paula hasta aceptar su proposición matrimonial. Al fin y al cabo, ella soñaba con una vida adulta e independiente, eximida del control paterno.
Sin embargo, Paula no podía advertir que se adentraba en una horrible pesadilla. Su marido no tardará en exigirle que sea perfecta. No puede engordar, debe realizar con extrema corrección las tareas domésticas, vestirse con elegancia, y saber estar callada en sociedad. Le aplicará el método infalible que le enseñó su madre: por cada error que cometa le propinará una paliza. Las torturas pronto alcanzarán también el plano psicológico, habiendo de soportar continuos reproches y un trato infrahumano. Para Paula ha empezado un lento y paulatino descenso al infierno de los malos tratos, hacia un abismo de humillaciones y torturas del que difícilmente podrá salir.
NOTA: se designa al "maltratador" con el nombre, primero, de "el señor" y, más adelante, de "San Per".
APUNTES INTERESANTES:
Pág. 20-21: Primer indicio de la personalidad oculta del señor (grosería y machismo)
Allí el señor sugirió que quedáramos al día siguiente a la misma hora. Le contesté que tenía que estudiar y que además él tenía novia. Aclaró que Lolifán no era su novia, que tan sólo era una amiga, y añadió un comentario que no entendí bien: "He salido con ella porque la confundí con una peluquera de mi ciudad con fama de liberal, pero resultó que me había equivocado y ya no me interesa". …
Una pena, porque aquel comentario grosero y machista (en realidad me estaba diciendo: "Quedé con Lolifán para ver si me la tiraba porque tenía fama de puta, pero como era otra persona ya no me interesa") fue el primer indicio, que yo no capté, de la personalidad oculta del señor.
Pág. 23: Segundo indicio de la personalidad oculta del señor (posesión)
"Me siento muy bien a tu lado, tengo que hacer todo lo que esté en mis manos, y lo que no esté también, para que seas mía". En el mismo lugar y de nuevo a punto de cumplirse la hora de entrada, el señor me dio el segundo indicio de su personalidad oculta. Esta vez sí lo capté: "Para que seas mía". La frase me disgustaba sobremanera, me veía convertida en un objeto, expuesta en un escaparate.
Pág. 41: Trucos – comportamiento que anuncia un enfado/maltrato
Ése fue siempre uno de los trucos del señor: el contraste, el pasar de la extrema corrección a la agresión sin transición ni causa para lo uno ni para lo otro, lo que debía producirme algún tipo de cortocircuito psicológico que me paralizaba. Por último, había algo en el señor que intimidaba; … Era su seguridad al hablar, sus frases cortantes, con ácido ingenio: "Tú es que todavía crees en los Reyes Magos", me decía con frecuencia. … Pero también era su mirada, sus ojos que se achinaban detrás de los gruesos cristales preludiando un enfado.
Pág. 42: Llegar virgen al matrimonio es una estupidez
Sin ningún recato, sin la más mínima delicadez comienza exponiendo que le parece una estupidez lo de llegar virgen al matrimonio. Que un hombre tiene que estar seguro de que su mujer va a funcionar en la cama. Argumenta que hay muchas mujeres que tienen vaginitis, otras que no admiten la penetración o que son frígidas e incapaces de dar placer. Me dice que no está dispuesto a pasar la noche de bodas con una inexperta sexual, ni va a admitir casarse con la incertidumbre de si voy a responder en la cama.
… Vuelve a su asiento, mostrando su mal humor, como si mi actitud fuera reprobable y su intento de violación un derecho indiscutible.
Pág. 43: El perdón y las justificaciones
Llamaba para suplicarme perdón, con impecables modales otra vez, y se mostró contrito por su improcedente comportamiento, alegando para justificarse el cansancio del viaje y los problemas de su trabajo, que le habían puesto furioso y había descargada injustamente su ira contra mí.
Pág. 44: Machismo radical
… fingiendo yo que no había intentado violarme ni me había mostrado de forma grosera su verdadero sentir de fundamentalista del machismo más radical.
Estuve cerca de una hora bajo el chorro, a pesar de que mis heridas me dolían con el roce del agua. Me sentía enormemente desgraciada y no entendía cómo lo que, al entrar en la habitación, creía que iba a ser una romántica noche de bodas se había convertido en un infierno. No sé si aquella noche el señor me violó cuando perdí el conocimiento. Si hubo sangre, se mezclaría con la abundante que había perdido por la nariz. No recuerdo cuándo dejé de ser virgen. A partir de entonces estaba tan asustada que hay cosas confusas en mi memoria, como los recuerdos de las pesadillas o de algunos accidentes, como si una tremenda borrachera hubiera borrado algunos episodios de mi conciencia.
Pág. 61: La violencia es continua y provoca sentimiento de culpabilidad en la víctima
Esa paliza provocó varias consecuencias en mi interior. La primera fue el hacerme a la idea de que la violencia no iba a ser puntual, sino continua, algo que ya había sospechado tras la paliza anterior pero que ahora se confirmaba. La segunda fue que empezó a surgirme un injusto sentimiento de culpabilidad. Yo sabía que nada podía justificar el usar la violencia contra la pareja, pero una vez aceptado que mi marido me pegara y una vez resignada a mi falta de valor para escaparme, no me quedaba más remedio que analizar qué era lo que había provocado su furia, aunque sólo fuera para evitar o en su defecto distanciar nuevos episodios.
Pág. 75: Arrepentimiento, perdón y culpabilidad/síndrome de Estolcomo
Al ver las marcas y el estado en el que me había dejado, Don per se dio cuenta de que, incluso para su criterio, se había pasado. Mostraba arrepentimiento y, mientras me cuidaba, me pedía perdón y me juraba que a partir de entonces controlaría sus impulsos, llegando a soltar alguna lágrima de cocodrilo, aunque no se olvidaba de adjudicarme un tanto de responsabilidad y me decía que yo también tendría que colaborar. En algún momento, ingenua de mí, conmovida por sus lágrimas y acuciada por mi deseo de paz y tranquilidad, llegué a creerle e incluso a aceptar internamente esa parte de responsabilidad. Supongo que es un proceso mental similar al conocido síndrome de Estocolmo de los secuestrados.
Pág. 80: Amabilidad fingida
Don Per nos recibió con su exagerada amabilidad, que yo sabía que era presagio de violencia. Me dedicó cariñosas palabras de bienvenida e hizo pasar al chófer y al cura, a los que trató desde el primer momento con honores de huéspedes.
Pág. 81: Después del silencio, las ganas de hablar
Pienso ahora que ésa puede ser una de las causas de que yo esté escribiendo estos hechos. Tanto tiempo callada, tantos años haciendo de muda, sin ser capaz de revelar a los demás la cara oculta de Don Per, me han producido ahora unas incontenibles ganas de hablar.
Pág. 83: Los libros se convierten en nuestros amigos
Desde luego era mi caso: amante de la ropa, lo era en mayor medida de estrenar que de conservar. Pero los libros tienen que acompañarle a una toda la vida. Debe ser lo último que se venda en caso de necesidad para comer. Es mi mentalidad y la era entonces. Entiendo que otra gente tenga la idea contraria: conservar lo máximo la ropa y regalar el libro que, al haber sido leído, ya ha cumplido su función. Reconozco que es una postura menos consumista, pero también menos romántica. Los libros me habían hecho pasar buenos momentos y los consideraba mis amigos, los había personificado.
Pág. 136: Cualquier testigo es responsable
No me explico cómo no hicieron nada, ni ella ni mi padre, a quien mi madre le contó enseguida lo que había visto y oído. ¿Cuál fue su pensamiento? "¿Si nuestra hija no lo hace público, no seremos nosotros quienes lo hagamos?" ¿No se daban cuenta de que necesitaba ayuda? ¿No pudieron pensar, ellos que no se encontraban bajo el terror, que podía sufrir una incapacidad psicológica para salir de mi situación? Con estas preguntas no quiero abrir heridas viejas ya cicatrizadas: mis padres están más que perdonados y no es mi intención recriminarles ahora su actitud. Sólo quiero que el lector vea lo aislada que se puede encontrar una mujer maltratada, que entienda que cualquier testigo es responsable, que quien oye o ve una paliza puede constituirse en la única esperanza de una mujer, que el permanecer callado es lo mismo que no llamar a una ambulancia cuando se ha presenciado un accidente.
Pág. 167: Otra víctima de la intemperie
Había asumido que las épocas violentas y las de calma llegaban y se iban como llegan y se van los fenómenos meteorológicos, por causas ignotas o difíciles de precisar: así como con todo el conocimiento de la ciencia y con toda la tecnología que el hombre dispone actualmente, las predicciones meteorológicas apenas aciertan a más de tres días vista, yo tampoco era capaz de saber cuándo San Per iba a tener uno de sus ataques de ira o iba a ser un perfecto caballero. Igualmente, aceptaba sus palizas, desprecios y humillaciones como el campesino acepta el granizo que le estropea la cosecha, el cantante el chaparrón que le dispersa el público o el pescador los temporales que no le permiten salir a navegar.
Pág. 182: Sentirse superior y abundar en la relación de dependencia
… pero más tarde sabría que en realidad él siempre tuvo el convencimiento de que no sería capaz de llevar el proyecto a cabo, tanto con la ayuda de mi hermano como sin ella, y precisamente por eso me autorizó a hacerlo. Era una vez más una forma de sentirse superior, de demostrar que yo no era capaz de hacer nada sin él, de abundar en la relación de dependencia que había logrado urdir día a día, sólo permitiéndome que trabajara en la época en que fue necesario que yo aportara dinero, evitando que estudiara, mentalizándome de que yo era una inútil.
Pág. 187: Castigada por fantasías
Ese verano no pude volver a la playa y tuve que fingir una gripe para evitar que nuestros amigos y conocidos vieran mis moratones. Mis "errores" habían perdido ya cualquier conexión con la realidad y podía ser castigada por fantasías que sólo existían en la cabeza de San Per.
Pág. 189: la mujer, una pieza, un cuerpo, una secretaria, un despertador, una válvula de escape
No creo que él se tragara el cuento, me parece imposible que un hombre que lleva años vapuleando a su pareja y comportándose con extrema crueldad con ella pueda esperar que esté enamorada de él. San Per no era tonto y tenía que ser consciente de ello, aunque tal vez dentro de su locura creyera que yo era capaz de amarle a pesar de los malos tratos; es posible que llegara a creer que me convencía cuando me decía que lo hacía por mi bien; probablemente esperaba que yo me creyera sus palabras de amor porque me consideraba tonta. Sin embargo, yo me inclino a creer que no se le escapara el objetivo real y único de esa cena y de mi actitud amorosa. ¿Entonces por qué tuvieron efecto mis palabras? Porque a San Per lo único que le importaba eran las apariencias. Era una pragmático sin matices: su mujer no era más que una pieza de la maquinaria de representación que le llevaría a realizar sus desmedidas ambiciones, un cuerpo con el que saciar su apetito sexual, una secretaria que le organizara su hogar, un despertador que lograra arrancarle de la cama para que acudiera a trabajar y una válvula de escape con quien pagaba sus complejos y frustraciones.
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