BARBARA EHRENREICH - Por cuatro duros - Cómo (no) apañárselas en Estados Unidos
El siglo XX trajo a Estados Unidos un desarrollo económico y tecnológico sin parangón en su historia; pero paralelamente han aparecido nuevas formas de marginación y exclusión desconocidas hasta ahora. Los millones de empleadas no cualificadas, condenadas a vivir en la pobreza por más horas que dediquen a trabajar, o por más trabajos en los que logren colocarse, son el ejemplo más lacerante de esta nueva lacra social.
Propósito del libro:
Traducción de Carmen Aguilar
El siglo XX trajo a Estados Unidos un desarrollo económico y tecnológico sin parangón en su historia; pero paralelamente han aparecido nuevas formas de marginación y exclusión desconocidas hasta ahora. Los millones de empleadas no cualificadas, condenadas a vivir en la pobreza por más horas que dediquen a trabajar, o por más trabajos en los que logren colocarse, son el ejemplo más lacerante de esta nueva lacra social.
Barbara Ehrenreich es periodista, ensayista y novelista. Licenciada en Biología, decidió renunciar a la investigación científica para implicarse en movimientos relacionados con los cambios sociales, y escribir fue el resultado de su participación en estos proyectos. A finales de los años sesenta empezó a colaborar en la revista Ms Magazine, donde redactaba una columna sobre salud femenina. Desde entonces no ha dejado de escribir. Sus artículos han aparecido en el Time, The New York Times Magazine, The Nation, Harper's Magazin y The Wall Street Journal. Es autora o coautora de una docena de libros entre los que destacan Brujas, comadronas y enfermeras: historia de las ganadoras; The Hearts of Men; o Ritos de sangre: orígenes e historia de las pasiones de la guerra. Diversos premios jalonan su dilatada carrera, entre los que cabe citar el National Magazine Award de 1980y el Sydney Hillman de Periodismo por el artículo que escribió para la revista Harper's y que más tarde se convirtió en uno de los capítulos de Por cuatro duros. Cómo (no) apañárselas en Estados Unidos.
La periodista Barbara Ehrenreich nunca olvidará la conversación intrascendente que la impulsó a hacer periodismo de investigación a la antigua usanza. Hablaba con su editor acerca de la reforma de la Seguridad Social en Estados Unidos, y de cómo ésta había condenado a la pobreza a millones de mujeres trabajadoras cuyos sueldos no alcanzaban para salir de la miseria.
Barbara abandonó su vida acomodada como escritora y ensayista y decidió vivir como una de tantas madres solteras o divorciadas que trabajan como empleadas no cualificadas. Para ello se impuso tres reglas: encontrar un trabajo que no hubiera realizado antes, esmerarse para conservarlo y buscar el alojamiento más barato posible. Y, por supuesto, no echar mano de su tarjeta de crédito cuando se viera en dificultades. Entre 1998 y 2000 sirvió mesas en un restaurante, fue empleada de hogar, cuidó a pacientes de Alzheimer y ordenó ropa en unos grandes almacenes. Y todo por cuatro duros que apenas le alcanzaban para llegar a fin de mes. Pero quizá lo más difícil fue darse cuenta del trato denigrante al que eran sometidas tanto ella como sus compañeras de trabajo: su tiempo era el tiempo de la empresa. Privadas de su dignidad, estas mujeres, verdadero puntal sobre el que se asienta la próspera economía estadounidense, no obtenían a cambio más que pobreza e indiferencia.
Algunos apuntes interesantes:
Pág. 12: trabajadoras blancas o de color
Dejé de lado, por ejemplo, sitios como Nueva York y Los Ángeles, donde la clase trabajadora está constituida sobre todo por gente de color y una mujer blanca que habla inglés sin acento extranjero en busca de trabajos "no cualificados" sólo puede parecer una desquiciada o una excéntrica.
(Camarera en Florida)
Pág. 19: detección de las drogas y contratación laboral
Al parecer, me luzco en la entrevista porque me dicen que lo único que debo hacer es acudir al día siguiente a la consulta del médico Fulano de Tal para hacerme un análisis de orina. Ésta es por lo visto una norma bastante corriente: si quieres apilar cajas de Cheerios o pasar la aspiradora por las habitaciones de un hotel en los químicamente fascistas Estados Unidos, tienes que estar dispuesta a acuclillarte y hacer pis frente a una auxiliar de enfermería (sin duda ha tenido que hacer lo mismo antes que tú).*
* Un 81% de las grandes compañías exige el análisis sobre consumo de drogas frente al 21% que lo exigía en 1987. El promedio más alto actual corresponde a las empresas establecidas en el sur. La droga más fácil de detectar (la marihuana, que sigue revelándose semanas después de haber sido consumida) es también la más inocua. En cambio, la cocaína y la heroína no se detectan en general tres días después del consumo. El alcohol, que el cuerpo elimina al cabo de pocas horas de haber sido ingerido, no se analiza.
(Empleada de hogar en Maine)
Pág. 81: calorías diarias recomendadas
Para las más jóvenes, el almuerzo consiste en una porción de pizza, una mini (masa cubierta con alguna salsa de pizza) o una pequeña bolsa de patatas fritas. Hay que tener en cuenta que no somos oficinistas, todo el día sentadas, holgazaneando, a ritmo metabólico elemental. Un cartel colocado en la pared de la oficina expone alegremente la cantidad de calorías que se queman por minuto en nuestras distintas tareas: de 3,5 cuando se quita el polvo, hasta 7 cuando se pasa la aspiradora. Con un promedio de gasto de 5 calorías por minuto en una jornada de siete horas (ocho horas menos el tiempo para viajar de una casa a otra), necesitas ingerir 2.100 calorías más que el mínimo recomendado, que es de unas 900.
Pág. 82: origen de las trabajadoras en Estados Unidos
En la actualidad, el color de las manos que pasan el estropajo varía de una región a otra: chicanas en el sudoeste; caribeñas en Nueva York; hawaianas nativas en Hawai; blancas nativas –muchas de reciente extracción rural– en el Medio Oeste y, por supuesto, en Maine.
Pág. 94-95: sobre la mierda
Hablemos, por ejemplo, de mierda. Es una realidad, como dice la etiqueta del envase gigante. Una realidad que les ocurre a las empleadas de hogar todos los días. La primera vez que, en este oficio, encontré un váter manchado de mierda, me chocó por la sensación de haberme metido en una no deseada intimidad. Hace unas horas, algún culo bien alimentado estuvo haciendo fuerza en este asiento de váter y, ahora, aquí estoy yo restregándolo. A quienes nunca han limpiado un váter verdaderamente sucio, debo explicarles que hay tres clases de manchas de mierda. Hay restos aplastados, que se deslizan por dentro de las tazas. Hay restos salpicados hacia atrás debajo de las tapas. Y, tal vez lo más repugnante, hay costras marrones en los bordes de las tapas, donde a algún zurullo se le ocurrió chocar, en su descenso al agua. ¿No quieres saberlo? Está bien, no es un tema en el que yo habría elegido demorarme, pero los diferentes tipos de manchas exigen distintos tratamientos de limpieza. Son preferibles las que están en el interior de la taza porque pueden limpiarse con la escobilla, una especie de arma para atacar a distancia. Son temibles las costras de las tapas, sobre todo cuando exigen la intervención de un estropajo y una bayeta.
Pág. 103: No hay más remedio que seguir adelante
Y mírame ahora, sentada en la acera de una gasolinera, resoplando bajo la interminable llovizna, tan empapada ya de sudor que no me importa. Pienso que las cosas no pueden ser más sórdidas. Pero pueden –¡claro que pueden!–, y lo son. En la casa siguiente, estoy sacando la escobilla del váter de la funda cerrada con cremallera, cuando el líquido que se ha ido acumulando a lo largo del día me salpica el pie: ciento por ciento extracto de váter, que chorrea por los cordones y me entra en el calcetín. Si en la vida corriente alguien, es un decir, se hiciera pis en tu pie, probablemente te quitarías el zapato y el calcetín, y los tirarías. Pero éstos son los únicos zapatos que tengo. No hay nada que hacer más que intentar ignorar la asquerosidad que me empapa el pie y, como nos exhorta Ted, seguir adelante.
Pág. 110: Trabajar con algún propósito espiritual o metafísico
Así, poco a poco, mientras friego, paso el multiusos y saco brillo, improviso una filosofía de encomiable desapego y recurro al Jesús a quien bloquearon la entrada en la carpa del "despertar" religioso; el que dijo que los últimos serían los primeros y que, si alguien te pide la capa, le des también la túnica. Añado un toque de budismo de segunda mano, que recuerdo por la reseña que hizo una amiga de un monasterio al norte de California, donde gente rica paga para pasar fines de semana meditando y haciendo trabajos humildes, tareas domésticas incluidas. Solté una carcajada cuando oí hablar de ese monasterio por primera vez. Pero, ahora, la imagen de magnates "puntocom" fregando por el bien de sus almas, me parece un flotador psíquico. Está además el hecho –contado por mi hijo en una conversación telefónica– de que Simone Weil trabajó en una ocasión en una fábrica con algún propósito metafísico, que no pude entender del todo, de modo que añado algo de eso a la mezcla.
(Dependienta en Minnesota)
Pág. 128-129: Programa de desintoxicación en 3 días
Con espíritu de contrición por múltiples pecados, decido dedicar el fin de semana a desintoxicarme. Una página web de investigación revela que surco una senda muy transitada. Hay docenas de sitios que ofrecen ayuda a los potenciales candidatos a pasar el control de las drogas, la mayoría en forma de productos para ingerir, aunque uno de ellos promete enviar un frasco de orina pura, libre de drogas, calentado a temperatura del cuerpo por batería. Como no tengo tiempo para pedir y recibir ningún producto que me permita evadir el control, me demoro en un sitio donde cientos de letras, subrayadas de la manera típica, rezan: "¡Socorro! ¡Control dentro de tres días!". Las contesta lacónicamente "Alec". Ahí me entero de que mi delgadez es una ventaja –no hay demasiados lugares donde los derivados del cannabis puedan esconderse– y de que el único método efectivo es purgar la condenada sustancia a fuerza de ingerir una gran cantidad de líquidos, por lo menos once litros al día. Para apresurar el proceso hay un producto llamado CleanP, supuestamente disponible en GNC, de modo que hago un trayecto de quince minutos al más próximo, tomando agua del grifo durante todo el camino de una botella de Evian. Pregunto al chico a cargo del lugar dónde guarda sus productos desintoxicantes. Es posible que esté acostumbrado a la avalancha de mujeres de aspecto maternal que piden CleanP, porque me lleva con cara de póquer a un imponente contenedor de cristal cerrado con llave… Cerrado con llave bien sea porque el precio medio de productos desintoxicantes de los GNC es de 49,95 dólares o porque se piensa que la clientela está formada por individuos desesperados y no particularmente respetuosos con la ley. Leo los componentes y compro dos de ellos por separado –creatinina y un diurético llamado "uva ursis"– por un total de 30 dólares. De modo que el programa es: beber agua a todas horas y, a la vez, tomar frecuentes dosis de diurético. Mientras tanto (ésa es mi contribución científica), suprimir por completo la sal en cualquiera de sus formas, porque aumenta la retención de líquidos. Significa no comer ningún alimento procesado, comidas rápidas ni condimentos de ninguna clase. Si quiero el trabajo de fontanería en Menards, tengo que convertirme en una tubería sin obstrucciones: agua que entra y agua que sale igual de pura y potable.
Pág. 165: sobre el verbo "aumentizar"
Este verano, Wendy's, donde suelo comprar el almuerzo, ha puesto de moda el verbo "aumentizar": "¿Quiere aumentizar ese combinado?", lo cual significa si quiero doblar la ración de patatas fritas o palomitas. Y algo así como aumentizar parece haber hecho la población femenina invitada.
Pág. 176-177: las madres van de crías por las tiendas de ropa
Ahora me golpea la idea: la mayoría de las personas detrás de quienes yo voy son, ellas mismas, madres; quiere decir que, en el trabajo, yo hago lo que ellas hacen en casa: recoger los juguetes, la ropa y todo lo que está desperdigado. De manera que, para la mayoría de esas mujeres, lo mejor de ir de tiendas es que aquí se portan como crías, ignoran a los bebés que berrean en los carros y tiran las cosas por ahí, para que alguien las recoja. Y no tendría ninguna gracia –¿la tendría?– si, para empezar, las cosas no estuvieran razonablemente en orden. Ahí es donde entro yo, que recreo sin parar el orden, para que las clientas lo desbaraten con la peor intención. Es atroz, pero lo llevan dentro: sólo el despliegue prístino y virginal de las cosas las excita de verdad.
Pongo a prueba esta teoría con Isabelle: que nuestra tarea consiste en recrear constantemente el decorado del escenario en el cual puedan actuar las mujeres. Que, sin nosotras, el índice de malos tratos a los niños se dispararía. Que, en cierto modo, cumplimos la función de terapeutas y, probablemente, tendrían que pagarnos 50 o 100 dólares la hora. "Sí, tú sigue pensando eso", dice, sacudiendo la cabeza. Pero sonríe con su breve y astuta sonrisa, de una manera que me hace pensar que no voy desencaminada.
(CONCLUSIONES)
Pág. 193: sobre la resistencia física
Todos estos trabajos exigen mucho esfuerzo físico, algunos de ellos perjudiciales si se desempeñan un mes tras otro. Soy una persona que habitualmente está en buena forma, con muchos años a cuestas de levantar pesas y hacer aerobic. Pero aprendí algo que nadie mencionó nunca en el gimnasio: gran parte de lo que experimentamos como fuerza, viene de saber qué hacer con la debilidad. La ves llegar en mitad de un turno, incluso después, y es normal que la interpretes como síntoma de cierto tipo de enfermedad leve, curable con reposo inmediato. O la puedes interpretar de otra manera: como recordatorio de que todo el trabajo pesado que has hecho hasta aquí evidencia cuánto más eres todavía capaz de hacer… en cuyo caso el agotamiento se convierte en una especie de entablillado que te sostiene. Obviamente hay límites en esa forma de autoengaño y yo habría llegado muy pronto a los míos si, después de desempeñar distintos trabajos, hubiera tenido que volver a casa para habérmelas con niños pequeños y el cuidado de una familia, como tantas mujeres hacen. Lo cierto es que sobreviví físicamente. Ya bien entrada en los cincuenta nunca me derrumbé ni necesité tomarme un tiempo de recuperación. Y de eso estoy más que orgullosa.
Pág. 204: el tabú del dinero o no decir lo que cobramos
Kristine Jacobs, analista del mercado laboral de Twin Cities, señala lo que llama "tabú del dinero" como el factor más importante que impide a los trabajadores aumentar sus ganancias. "Existe un código de silencio alrededor de temas referidos a las ganancias personales –me dijo–. En nuestra sociedad confesamos cualquier otra cosa: cuestiones de sexo, enfermedades o delitos. Pero nadie quiere revelar cuánto gana ni cómo lo gana. Con el "tabú del dinero" siempre pueden contar los empleadores." Sospecho que ese tabú opera con más eficacia entre la gente peor pagada porque, en una sociedad que celebra hasta la saciedad a sus atletas "puntocom" millonarios y multimillonarios, 7 dólares e incluso 10 dólares la hora pueden afectar como una señal de inferioridad innata. De manera que puedes o no descubrir que el Target de la carretera paga mejor que Wal-Mart, aunque trabaje allí una cuñada.
Pág. 211: el salario mínimo para (sobre)vivir
¿Cuánto es lo que se necesita? El Economic Policy Institute revisó hace poco docenas de estudios sobre lo que constituye el "salario mínimo" y llegó a la cifra promedio de 30.000 dólares anuales para una familia de un adulto con dos niños, que significa un salario de 14 dólares la hora. Ése no es exactamente el mínimo con el cual puede vivir una familia de ese tipo. El cálculo incluye seguro de salud, teléfono, guardería en un centro autorizado, que está muy lejos del alcance de millones de personas. Pero no incluye comidas en restaurantes, alquiler de vídeos, acceso a Internet, vino y licores, cigarrillos, billetes de lotería, ni siquiera demasiada carne. Lo chocante es que la mayoría de los trabajadores estadounidenses –alrededor del 60%– gana menos de 14 dólares la hora. Muchos de ellos se las apañan formando equipo con otro asalariado, el cónyuge o un hijo crecido. Algunos recurren a la ayuda estatal, en forma de bonos para alimentos, vales para alojamiento, créditos para el pago de impuesto de las ganancias o –para aquellos que cuentan con la asistencia social de estados relativamente generosos– subsidios para la atención de los niños. Pero otros –por ejemplo, las madres solteras– no disponen más que de sus salarios para mantenerse, no importa cuántas sean las bocas que deban alimentar.
Pág. 212: lo que es la pobreza
Entre los no pobres es corriente creer que la pobreza es una condición soportable, austera tal vez pero, de alguna manera, irán tirando… ¿no es verdad? "Siempre ha sido así." Lo que a los no pobres les cuesta ver es que la pobreza es una angustia profunda: el almuerzo que consiste en Doritos o frankfurts y conduce al desfallecimiento antes de terminar el turno. El "hogar" que es el coche o un camión. La enfermedad o la lesión con la cual "hay que seguir adelante", con los dientes apretados, porque no hay paga por enfermedad ni seguro de salud y la pérdida del salario de un día significa que, al siguiente, no hay con qué comprar comida. Esas experiencias proporcionan un estilo de vida insoportable, un estilo de vida de privaciones crónicas y ensañamientos más o menos velados. Casi con cualquier estándar de subsistencia hay situaciones de emergencia. Así es como tendríamos que ver la pobreza de tantos millones de estadounidenses con bajos salarios: como un estado permanente de emergencia.
Pág. 214: los ricos no ven a los pobres
De manera que, al volver a la clase media alta después de una estancia entre los pobres –por temporal y ficticia que fuera–, es inquietante advertir que la guarida del conejo ha quedado tan repentina y completamente detrás de mí. ¿Dónde estabas y haciendo qué? Alguna extraña propiedad óptica de nuestra sociedad tremendamente polarizada y desigual hace que los pobres sean casi invisibles para quienes son, en cuestión de riqueza, sus superiores. Los pobres ven a los adinerados con sobrada facilidad: aunque sea en televisión o en las portadas de las revistas. Pero los adinerados rara vez ven a los pobres o, si les echan la vista encima en algún espacio público, rara vez se dan cuenta de lo que están viendo puesto que –gracias a los almacenes de venta por correo y, sí, Wal-Mart– los pobres sueles ser capaces de disfrazarse a sí mismos como miembros de clases más acomodadas.
Pág. 218: Trabajar duro no significa salir adelante
Crecí oyendo decir hasta el hartazgo que el secreto del éxito era "trabajar duro": "Trabaja duro y saldrás adelante", o "El trabajo duro es lo que nos ha permitido llegar a donde estamos". Nadie me dijo nunca que podías trabajar duro –incluso más duramente de lo que jamás hubieras imaginado– y encontrarte cada vez más hundido en la pobreza y el endeudamiento.